La naturaleza multisistémica de la prevención

Participación Editores invitados

Monográfico Prevención del Delito

La naturaleza multisistémica de la Prevención

Vicente Garrido Genovés

Profesor acreditado catedrático,
Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación,
Universidad de Valencia (España).
vicente.garrido@uv.es

Luz Anyela Morales Quintero

Profesora investigadora, Facultad de Derecho
y Ciencias Sociales, Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla (México).
luzanyela.morales@correo.buap.mx

La existencia del comportamiento antisocial, violento y delictivo es innegable, de hecho, constituye una realidad que forma parte de la historia de la humanidad. Sin embargo, la frecuencia y manera en que se presentan este tipo de conductas y fenómenos varían de un contexto a otro; basta con observar indicadores comunes como las tasas de delitos conocidos por el sistema de justicia, el número de sentencias que se imponen, los registros de llamadas a los teléfonos de emergencia, la percepción de inseguridad, el miedo al delito, la cifra de personas privadas de su libertad, etc. para darse cuenta de su heterogeneidad. Por ejemplo, mientras la tasa global de víctimas de homicidios intencionales fue de 6,1 en 2017, en las Américas fue casi del triple (17,2), en África fue un poco más del doble (13) y en los demás continentes fue tan baja que apenas llegó a estar entre 2 y 3 (United Nations Office on Drugs and Crime [UNODC], 2019)1. Estos datos suponen una concentración geográfica desigual en la que alrededor del 13 % de la población mundial, que habita en América, agrupa el 37 % de las víctimas de homicidio en el mundo.

Al interior de las regiones también se observan variaciones significativas, en Europa, por ejemplo, se encuentran tasas de homicidios de hasta 9,2 en Rusia y de 0,3 en Luxemburgo, mientras España registra una tasa de 0,7. En América Latina y el Caribe estas diferencias son aún mayores, encontrándose que en Jamaica y Venezuela se registran tasas de homicidios de hasta 46, mientras países como Chile, Nicaragua y Argentina tienen tasas de entre 3,7 y 4,6 (InSight Crime, 2020).

Las diferencias entre unos lugares y otros en cuanto a la frecuencia y manifestación de conductas antisociales, violentas y delictivas reflejan la importancia de las características, idiosincrasia, cultura, y normas sociales –informales y formales– propias de cada contexto. No es desconocido, por ejemplo, que Latinoamérica es una de las regiones con mayores índices de impunidad, corrupción y desigualdad, con concentración de riqueza en unos pocos y altos niveles de pobreza en las mayorías, situación que se agrava en el contexto de contingencia por la pandemia de COVID-19 (Banco Mundial, 2021; Organización de las Naciones Unidas [ONU], 2021). Esto implica déficits en infraestructuras, dificultades de acceso a educación y servicios de calidad, así como precarias condiciones laborales, que lejos de contribuir al bienestar de las personas y de su desempeño óptimo, alimentan la insatisfacción, las frustraciones y las afectaciones en la salud mental.

Datos como los anteriores son poco alentadores, y la situación puede ser aún más crítica si se considera la cifra negra en delitos como la violencia familiar, el maltrato infantil o los abusos sexuales, donde los registros oficiales (estadísticas de denuncias, por ejemplo), pueden ser superados, en mucho, por los casos reales. Las cifras de denun-
cias contrastan con los reportes derivados de medidas de percepción de inseguridad, de miedo al crimen, o de victimización, como es el caso de la Encuesta internacional de víctimas del delito (International Crime Victims Survey) (Mayhew & van Dijk, 2014). 

En los delitos sexuales las cifras oficiales son imprecisas respecto al número de niños y niñas víctimas, aunque al preguntarse a poblaciones adultas si durante su infancia fueron víctimas de este tipo de delitos, los datos indican que aproximadamente el 20 % de las mujeres y entre el 5 % y el 10 % de los hombres los han sufrido (Organización Mundial de la Salud [OMS], 2002). En el mismo sentido, se sabe que al menos el 40 % de las mujeres víctimas de violencia no busca algún tipo de ayuda, ni recurre a instituciones formales, como la policía o los servicios de salud (ONU, 2015a), con lo cual las estadísticas conocidas pueden estar lejos de la incidencia real de casos de violencia contra las mujeres.

Este panorama permite aproximarse a la seriedad del fenómeno que constituye el objeto de estudio de la criminología, y la necesidad de que se atienda. Las cifras sobre violencia y delincuencia en el mundo impactan no solo a las áreas de seguridad y justicia, sino que también se reconocen como problemas que afectan a ámbitos como el económico, el social y de la salud pública (OMS, 2002, 2014). Entre las metas de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ONU, 2015b), la 16.1. plantea justamente reducir significativamente todas las formas de violencia y las correspondientes tasas de mortalidad en todo el mundo. Desde las ciencias sociales y de la conducta tenemos la responsabilidad –tanto profesional como ética– de comprender el porqué de tales comportamientos, y de generar y aplicar estrategias para anticiparlos, prevenirlos y reducirlos.

La prevención constituye una herramienta fundamental para contribuir al objetivo de reducción de la delincuencia y de la violencia. El concepto de prevención alude, de manera general, a todo esfuerzo o acción dirigida a evitar, de forma anticipada (antes de su aparición) un riesgo, un evento desfavorable o un acontecimiento dañoso (Real Academia Española, 2020). De acuerdo con el Consejo Económico y Social de la ONU (ECOSOC, 2002) la prevención del crimen

[…] compromete estrategias y medidas que buscan reducir el riesgo de que ocurra el crimen y sus efectos potencialmente dañinos sobre individuos y sociedad, incluyendo el miedo al crimen, interviniendo para influir en sus múltiples causas [comprises strategies and measures that seek to reduce the risk of crimes occurring, and their potential harmful effects on individuals and society, including fear of crime, by intervening to influence their multiple causes (p. 3)].

Como en otros fenómenos sociales, la prevención de la violencia puede clasificarse en primaria, secundaria y terciaria (OMS, 2002). En atención a los objetivos propios de la criminología se pueden mantener estos mismos niveles cuando se habla de prevención de la delincuencia (Lab, 2020; Redondo & Garrido, 2013; UNODC & International Centre for the Prevention of Crime, 2010).

La prevención primaria se enfoca en evitar la violencia y la delincuencia antes de que ocurran. En este tipo de esfuerzos están los programas encaminados tanto a comunidades como a grupos etarios específicos, en particular en edades tempranas, para reducir los factores de riesgo individuales, sociales y situacionales, y para fortalecer los factores de protección y de promoción2 que lleven al desarrollo de comunidades más seguras y justas. Por ejemplo, esfuerzos que se orientan a fomentar habilidades socioemocionales y solución pacífica de conflictos, diseñar espacios que favorezcan la pertenencia y participación comunitaria, reducir la brecha entre riqueza y pobreza, aumentar oportunidades laborales, fortalecer la efectividad del sistema de justicia y sus efectos en la disuasión, etc.

Por su parte, el objetivo en la prevención secundaria es impedir la consolidación de la violencia y la delincuencia, a través de la identificación y predicción de poblaciones, lugares y situaciones en mayor riesgo de presentarlas; también detectar factores de protección que contribuyan con la reducción de este riesgo. Aquí se ubican programas dirigidos a reducir el maltrato infantil y el consumo de drogas en adolescentes; los esfuerzos para identificar e intervenir en personas y grupos que presentan conductas antisociales en diferentes contextos –como el escolar y el comunitario–, así como las intervenciones en zonas y comunidades descuidadas, desordenadas y con importantes problemáticas sociales, por ejemplo.

Por último, la prevención terciaria se orienta a la atención y disminución de la perpetuación de la violencia y de la delincuencia, una vez ocurre y se consolida. Aquí se pueden identificar programas de disuasión específica, de rehabilitación y reintegración de personas que han llegado al sistema de justicia por la comisión de delitos, así como el fortalecimiento, la transparencia y la efectividad del sistema de justicia en estos propósitos.

A su vez, cada uno de los niveles de prevención se puede aplicar en diferentes contextos:

Individual: encauzados al desarrollo de habilidades socioemocionales, valores y actitudes de las personas.

Familiar: enfocados a actitudes, valores, normas y expectativas del núcleo familiar, es decir, del grupo de personas con quienes se comparten parentesco o vida en común.

Escolar: desarrollados en ambientes, servicios, apoyos, políticas e instituciones educativas.

Comunitario, social y situacional: orientados a la sociedad en general, y a los vecindarios y comunidades en particular, a través de la incidencia en factores sociales, económicos, de justicia, culturales y situacionales, con el objetivo de contribuir al desarrollo social, la participación ciudadana y el fomento de la resiliencia, reduciendo las oportunidades para el delito y fomentando la cultura de paz.

Las estrategias de intervención consisten en proveer y facilitar escenarios y procesos de aprendizaje cuya finalidad es satisfacer las necesidades y ampliar repertorios de habilidades y de oportunidades alternativas a la conducta delictiva.

Este monográfico es el resultado de la colaboración de distintos profesionales y académicos de Chile, Colombia, México y España, que coinciden en el interés común de aportar a la prevención de la violencia y la delincuencia. A través de la presentación de estudios y experiencias en el contexto iberoamericano, se muestran análisis y reflexiones en torno a los alcances y los retos pendientes para lograr los propósitos de aminorar la delincuencia y fortalecer sus antídotos para la construcción de sociedades solidarias y pacíficas. No podemos dejar de mencionar que el desarrollo de este monográfico se da en el marco de la pandemia actual y de la difícil situación que atraviesa Colombia. No estamos ajenos a las complejidades que afrontan diversos sectores de la población colombiana, y nos unimos a ellos en el objetivo común de contribuir para mejorar las condiciones de seguridad y de justicia. A pesar de las vicisitudes, el equipo de la Revista Criminalidad, liderado por el general Jorge Luis Vargas Valencia –director de la Policía Nacional de Colombia– con el invaluable apoyo de la capitán Laura Cristina Núñez Rivera –responsable de la edición y publicación de la Revista– y el patrullero Andrés Mauricio García Marín –asistente editorial– mantuvo su firme compromiso con esta publicación. Queremos agradecer y reconocer el acompañamiento y la importante labor del mayor Ervyn Norza Céspedes –investigador criminológico del Observatorio del Delito–, siempre tendiendo puentes para la vinculación con la academia y quien nos invitó en primera instancia a ser parte de este monográfico.

A continuación introducimos al lector el contenido de los artículos que componen este número monográfico sobre la prevención. En el apartado de delincuentes y exdelincuentes los autores se ocupan de presentar sus investigaciones en el marco de la prevención terciaria, cuando el sujeto recibe una sanción penal y el propósito general es evitar que reincida. Ahora bien, se puede adoptar una perspectiva intervencionista, mediante la creación de programas que sean útiles en orientar a las personas privadas de su libertad –o que han salido en libertad después de cumplir una medida o sanción– a un futuro donde delinquir sea una opción mucho menos probable, pero también son dignos de mención los esfuerzos que pongan de relieve satisfacer las necesidades de esta población y aquellos que se centran en averiguar la relevancia de determinadas variables en su impacto en la seguridad ciudadana y la comisión de nuevos delitos.

El artículo de Rivera-López y Añaños titulado ‘Redes personales como factores de riesgo y protección en mujeres privadas de libertad’ nos da la oportunidad de analizar en qué medida la cárcel modifica los factores de riesgo y de protección de las mujeres privadas de su libertad a través de un análisis centrado en el capital social constituido por las relaciones interpersonales. La conclusión es importante, porque nos indica que la estancia en la cárcel puede tener un efecto supletorio negativo al de la propia privación de libertad si no ofrece la posibilidad de que se urdan nuevas relaciones sociales positivas al menos durante la última fase del cumplimiento de la pena. Que la semilibertad, bien gestionada, sirve para la mejora de la reinserción, pues el contacto orientado por entidades y personas facilitadoras de un ambiente prosocial contribuye poderosamente a que la persona no regrese a su viejo nicho prodelictivo. Sin embargo, como concluyen las autoras, queda mucho terreno por recorrer en este ámbito, y en este punto está claro que el sistema penitenciario no puede tener la responsabilidad fundamental, ya que puede facilitar el contacto controlado con el exterior, pero en sus tareas no está incidir en el escenario de regreso de las personas que salen en libertad.

En efecto, el proceso de desistimiento del delito precisa de vínculos fuertes con una red de apoyo mínima que haga de ‘enganche’ para que el propio individuo, en su retorno a la comunidad, tenga la suficiente motivación para aceptar un cambio esencial en su futuro. Si comprende que el delito no es un futuro porque le aleja de su ‘yo esencial’ o ‘real’ (esto es, de su identidad personal), del proyecto de cómo él (o ella) quiere realmente vivir y qué metas conseguir, entonces se produce un cambio interno parejo a esas nuevas oportunidades del exterior. El artículo de Jiménez-Ribera y García-Alandete titulado ‘El sentido de la vida en los relatos de discontinuidad de la carrera delictiva: análisis cualitativo de dos casos’ es una valiosa contribución dentro del excitante e innovador campo del estudio de las razones que explican el abandono de la carrera delictiva, cuya acumulación de trabajos en los últimos diez o quince años resulta asombrosa, a partir de la aportación fundacional de Sampson y Laub (1993) y años después de Shadd Maruna (2001). La reciente aparición de la criminología narrativa (Presser & Sandberg, 2015) no ha hecho sino subrayar la actualidad de un enfoque criminológico cualitativo que, sin oponerse a lo cuantitativo, sí que tiene la virtud de revelar de modo singular los procesos por los que delincuentes y exdelincuentes construyen su identidad y su interpretación del mundo en términos narrativos. Este punto es crucial: las condiciones objetivas para dejar el delito pueden ser irrelevantes, aun siendo buenas, si el individuo no está dispuesto a reconocerlas como tales en el marco de su proyecto vital. Y dicho proyecto se conforma del relato o la historia que aquel construye con su toma de decisiones; si estas favorecen el relato de la reinserción se producirá un proceso de motivación intrínseco para dejar atrás la carrera delictiva, y viceversa. Obsérvese que un asunto capital aquí es que hablamos de los relatos o historias que erige el individuo como antecedentes y como consecuentes de la toma de decisiones, es decir, del comportamiento. La razón es que en nuestra opinión se crea un loop o proceso recurrente entre los pasos que uno da y el modo en que eso influye sobre el relato que va conformando. Y al contrario: un relato prosocial facilita un nuevo paso de acción en este sentido. Los autores resaltan que, en la construcción de un nuevo relato prosocial, disponer de un sentido significativo (trascendente en cuanto el sujeto va más allá de sus propios intereses) acerca de la vida puede ser un elemento fundamental.

El tercer y último artículo de este apartado, escrito por Valderrama, Arboleda, Criollo y Ospina titulado ‘La recurrencia como herramienta en la valoración del juez al momento de imponer medida de detención preventiva en establecimiento carcelario en Colombia’ se ocupa, como indica ya el título, de la importancia de la recurrencia como factor de inseguridad ciudadana y como asociado al reingreso en prisión. Los autores definen la recurrencia:

[…] cuando el sujeto activo de la conducta es capturado de forma reiterada por la comisión de conductas punibles que afecten los bienes jurídicos contra la vida e integridad personal, el patrimonio y la violencia intrafamiliar, sin que el individuo sea objeto de medida de aseguramiento […].

No cabe duda de que delinquir sin que nada suceda, esto es, quedar en libertad en espera de que actúe la justicia, genera frustración en las víctimas e inseguridad en los ciudadanos. Si bien no todo delito ha de ser objeto de una medida de seguridad en forma de cárcel, no es menos cierto que los delincuentes persistentes acabarán en ella, más tarde o más temprano. Mediante su estudio en Colombia, los autores ponen de relieve los beneficios que podrían derivarse en términos de la seguridad ciudadana de una aplicación penal más estricta ante los delitos recurrentes, singularmente en el caso de los hurtos. Este artículo es un excelente ejemplo de aplicación criminológica desde una base interdisciplinar, porque la mirada incluye aspectos jurídicos, sociológicos y puramente criminológicos en términos de gestión del riesgo de delinquir y su impacto sobre la comunidad y las prisiones.

Este trabajo sobre recurrencia nos sirve de puente para el segundo bloque de este monográfico especial, el cual nos acerca a la prevención ambiental, donde el énfasis se desplaza desde el individuo transgresor hacia el marco de la oportunidad delictiva, donde agresor y víctima interaccionan.

El artículo de Díaz Román (‘Prevención del delito y despliegue territorial de la policía en la Ciudad de México. Evidencia a debate’) nos lleva a una cuestión clásica desde que la criminología se erigió en ciencia moderna y comprendió que la actuación policial era un pilar esencial de la seguridad ciudadana, distinguiendo entre la necesidad de contar con agentes bien cualificados –el factor humano– y la relevancia de adoptar estrategias facilitadoras de la implicación comunitaria contra el crimen, pero también de formas eficaces de responder ante un delito y, mejor aún, de posicionarse en el espacio asignado para ser un factor de disuasión –el factor de modelo de actuación o estrategia operativa– (Redondo & Garrido, 2013). Una policía moderna ha de cuidar ambos elementos si quiere ganarse el respeto de los ciudadanos. Ahora bien, no cabe duda de que son dos objetivos complejos; por una parte, porque son muchas las organizaciones e intereses que convergen en el funcionamiento de la policía; por otra, porque el crimen es siempre cambiante y adaptado a un nicho, lo que exige un grado equivalente de gestión de los recursos policiales, algo imposible de lograr si no se cuenta con una política decidida avalada por el Estado y con los recursos necesarios para tal fin. Así pues, que el resultado del estudio emprendido por Díaz sea decepcionante en cuanto a sus resultados no es algo novedoso (el programa policial se relacionó con peores tasas delictivas), pero su contribución es muy necesaria, porque señala dónde pueden estar las razones de esto (en la aplicación incorrecta de un programa de política criminal que requería una dirección estatal firme y sostenida, entre otras), y a nuestro parecer esta aseveración sigue siendo válida: “Un modelo bien estructurado de policía de proximidad y comunitaria para la prevención del delito puede ser viable si se concibe de manera teórica y metodológica factible y considerando el contexto particular en donde se pretende implementar”.

Hay también un llamado para la transparencia y la coordinación institucional. Y sí, todo esto es necesario, y ciertamente difícil de conseguir por las razones que antes se expresaron, pero si se trata de contar con una policía fiable y adecuada para cumplir con su misión no cabe echarse atrás, porque en tal caso el Estado quedará gravemente debilitado.

El segundo artículo de esta sección abandona las calles y adopta un enfoque psicológico en el estudio del terrorismo de la yihad, cuya presencia (y amenaza) vuelve a ser actual debido a la marcha de Afganistán de las tropas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte y la recuperación del poder por parte del gobierno de los talibanes. En efecto, el artículo de Galvis (‘Utilidad del estudio de los patrones de pensamiento en yihadistas españoles como mecanismo de prevención frente a la radicalización’) revisa 25 sentencias que los tribunales de España aplicaron a condenados por terrorismo provenientes del ISIS para determinar sus principales argumentos o motivaciones para implicarse en estas actividades. La necesidad de luchar por la causa de la ‘auténtica fe’ y la búsqueda del martirio aparecieron como patrones de pensamiento recurrentes, lo que tiene una gran importancia en términos de la prevención ambiental del delito, ya que las agencias encargadas de prevenir nuevos atentados mediante el rastreo (tracking) de conversaciones y mensajes en el ciberespacio deben valerse necesariamente de este tipo de hallazgos. Junto a ello, este trabajo nos recuerda la trascendencia, ya apuntada aquí a raíz de comentar el artículo de Jiménez-Ribera y García-Alandete, de considerar el relato de la propia identidad y del proyecto vital del individuo como elemento esencial de la actividad criminal, si no en términos causales, al menos como canalizador de esta. Cómo evitar que el sujeto futuro terrorista (o delincuente) elabore un relato de sí mismo como agente activo del terror o del crimen es una pregunta crítica en el ámbito de la prevención, y recoge y resume la magnitud de esta tarea.

El siguiente bloque de artículos se ocupa de la mirada cultural, y recoge las aportaciones de Greathouse, De la Fuente y Preciado, por una parte (`El racismo y los niños: reflexiones para una sociedad más justa’), y de Murray y Calderón, por otra (‘Mitos de violación, creencias que justifican la violencia sexual: una revisión sistemática’). En el primero de ellos se presentan los resultados del proyecto de investigación “Prevención de la violencia: educando para una cultura de paz a través de la participación social”, puesto en práctica en Puebla, México. Mediante un estudio cualitativo se pone de relieve la importancia de combatir desde edad muy temprana los prejuicios racistas y xenófobos:

Las relaciones humanas son complejas y están influenciadas por sistemas de creencias que van más allá de un solo individuo. Explorar la forma en la que el racismo, xenofobia u otras formas de discriminación se expresan en contextos particulares permite cuestionar y comenzar a cambiar estas creencias desde lo cotidiano.

Además, más allá de la situación de injusticia que sufren las familias y personas discriminadas está el hecho manifiesto de que hay una gran correspondencia entre la discriminación, el fracaso social y la violencia, como bien destacan las autoras. Por ello, esta investigación sirve para reforzar iniciativas de cultura para la paz –en la cual se enmarca este proyecto–, donde puedan evitarse los espacios y prácticas de discriminación. Deviene en un excelente ejemplo de cómo la educación temprana puede cambiar las cosas, como la investigación basada en la evidencia acerca de los programas preventivos ha establecido ya hace varios años (Sherman et al., 2002). Finalmente, hemos de subrayar el hecho obvio pero muchas veces pasado por alto, de que todo esfuerzo en el aula ha de enmarcarse en un espectro amplio de iniciativas que abarquen a la familia y a la comunidad. Puede ser una tarea titánica, pero en la medida en que las iniciativas como la presente se irradien de forma continua desde espacios de penetración en las actitudes y prácticas públicas las oportunidades para el progreso en este terreno serán bien reales.

La contribución de Murray y Calderón pone también el foco en lo cultural y, al igual que el anterior artículo, destaca la relevancia de las etiquetas sociales en el tratamiento de las personas, y cómo esto puede tener una profunda repercusión en el ámbito de la definición de la experiencia de víctima, el proceso penal subsiguiente y en realidad en cómo una sociedad interpreta la violencia sexual hacia las mujeres. Desde el pionero trabajo de Burt (1980), los llamados ‘mitos de la violación’ –un conjunto de creencias y estereotipos que favorece una imagen sesgada de la psicología de la mujer y contribuye a un tratamiento injusto de las víctimas de violación y a un manejo deficiente de este delito por parte del sistema de justicia– son objeto de interés de psicólogos sociales y criminólogos, de ahí que la revisión sistemática que presentan los autores sea más que bienvenida, puesto que después de cuarenta años de investigación se hacía menester un estudio crítico de lo conseguido en el último decenio, el cual ha visto un resurgir necesario e importante de la voz de la mujer en la criminología y la justicia penal en concordancia con un amplio movimiento social de reconocimiento de derechos y lucha por la igualdad. Esos 96 estudios incluidos en la revisión sistemática en el periodo 2009-2019 (que superan los criterios de inclusión) muestran que este problema apenas es atendido en Latinoamérica (solo un estudio), lo que sin duda deberá ser acicate para que esto se subsane en el futuro. También, entre los resultados aparece el problema común de que las relaciones causales brillan por su ausencia, y que por ello sea imposible decir que la aceptación de estos mitos ‘causen’, por ejemplo, una mayor probabilidad de violencia interpersonal hacia las mujeres. Este estudio es valioso, aunque solo sea por señalar las carencias que deben ser corregidas en el futuro, como por ejemplo el rol masculino como víctima y no solo como agresor. Y es francamente interesante esa mirada sobre los programas de prevención de la agresión sexual, porque se observa que el conocimiento de los propios derechos y la asertividad son herramientas poderosas.

La última parte de este monográfico se dedica a la prevención en la comunidad, y nos presenta diferentes iniciativas que descansan en el desarrollo del capital social como método principal para evitar una carrera continuada de delitos. En el primer artículo, titulado ‘Adolescentes infractores de ley penal en el área metropolitana de Bucaramanga, Colombia: lineamientos para su prevención’, Bonilla, Amado y Mogollón, sin renunciar a la importancia de las medidas situacionales –control del ambiente para disuadir del delito– ponen el énfasis en las estrategias que persiguen soslayar el fracaso personal a través de la acción comunitaria, donde familias, escuelas y barrios colaboren en una comunidad que pueda apropiarse de unas pautas socializadoras ajenas al delito. Su investigación, aunque lejos de entregar resultados sorprendentes, sigue siendo relevante porque merced a su estudio cualitativo en profundidad de ese departamento, arroja una conclusión inapelable: “la investigación probó que a medida que se falló en la prevención de la reincidencia, los adolescentes se vincularon con delitos cada vez de mayor magnitud y complejidad”. Las cinco recomendaciones de prevención que plantean (control de adicciones, reconfiguración familiar, reconfiguración social, oportunidades laborales y apuesta educativa) son un horizonte irrenunciable, por más que los políticos las vean con cierto desapego debido a que necesariamente toman tiempo para dar los frutos esperados, puesto que están avalados por la investigación (Sherman et al., 2002), y junto a la voluntad política es también ineludible establecer una infraestructura que permita la puesta en práctica rigurosa de cada una de ellas, dado que si algo hemos aprendido de la investigación sobre la prevención en la comunidad es que se requiere de un programa eficiente, coordinado en las diferentes líneas de intervención, aceptado por los usuarios, adaptable a las circunstancias y evaluado en todas sus fases (Hollin, 2006).

En el siguiente documento dejamos la investigación para pasar a la acción (‘El club juvenil como estrategia para la prevención del consumo de drogas y la delincuencia juvenil. Caso Barrancabermeja’). El artículo de Aguilera y Payares forma parte de la moderna tendencia en criminología destinada a rescatar la importancia de la investigación cualitativa como medio para comprender aspectos de la realidad delictiva que se tornan escurridizos frente a la metodología cuantitativa (Maruna & Matravers, 2007). En el ámbito de la intervención preventiva, nos sitúa en el plano experiencial, donde vemos in situ de qué modo las actividades propuestas tienen significado en la vida personal del adolescente, una tradición de investigación-acción con amplia tradición en el contexto pedagógico. Este trabajo nos ayuda a entender sin ambigüedad el concepto de ‘apropiación’ o pertinencia de una intervención para sus usuarios. Vemos que el club juvenil tomó relevancia en la vida de los jóvenes y permitió a los autores llegar a una conclusión importante: “el aprendizaje vivencial y las habilidades para la vida son la mejor herramienta para prevenir, disminuir, decrementar o erradicar el consumo de drogas y la delincuencia en los jóvenes de contextos vulnerables”. Aunque limitado en su propuesta –‘solo’ un club juvenil– la suma de experiencias en una comunidad puede ser un modo importante de lograr avances significativos, sobre todo si la esperanza de un futuro alternativo al delito lleva a ser adoptado como un motor de cambio significativo por la comunidad concernida.

Este monográfico se cierra con el artículo de Estrada y Castellanos ‘Alerta Verde: proyecto de intervención para afrontar la violencia comunitaria hacia el alumnado universitario’. En cuanto académicos, los hemos disfrutado porque la experiencia parte de una actividad del alumnado en el curso de Introducción a la Criminología en la Licenciatura de Psicología de una universidad pública:

[…] el alumno cuenta con los elementos teórico-metodológicos y ha desarrollado competencias que le permiten crear intervenciones psicosociales y aplicarlas, es decir, tienen ya una base en su conocimiento y también en sus competencias para poder analizar el vínculo entre la problemática y las soluciones.

Es, desde luego, un gran comienzo, y un modelo para muchos de nosotros que aspiramos a que los estudiantes ‘vivan’ la criminología. Los resultados, por modestos que sean, son de gran provecho si los contemplamos desde la óptica de la autogestión preventiva, enmarcada en la cultura de los campus universitarios. No cabe duda de que, al fortalecer el sentido de comunidad y la codependencia para prevenir el delito, se propicia una conciencia y solidaridad que puede, con el tiempo, mejorar de forma sustancial la seguridad del alumnado. Por otra parte, no debe olvidarse una consecuencia muy positiva que podría derivarse de un programa como este una vez fuera implementado de modo más general, a saber, la colaboración de las autoridades administrativas del campus en la mejora de una serie de aspectos logísticos que, puestos de relieve por las experiencias de los usuarios (horarios, servicios de transporte, iluminación, actividades de diseminación de prácticas seguras, etc.) podrían ser muy valiosos en la prevención del delito en este ámbito.

Es imperante identificar aquello que es efectivo en los propósitos de prevención de la violencia y de la delincuencia, lo que puede ser esperanzador; e incluso, las acciones que han resultado contraproducentes. Es menester analizar experiencias aplicadas en diferentes lugares, no con el ánimo de replicarlas sin más, sino de aprender de aquello que ha resultado bien o de lo que debe mejorarse o modificarse para que responda a las necesidades y condiciones propias de cada lugar y de la particularidad de las situaciones y los actores involucrados; además de plantear estrategias novedosas, con respaldo teórico y empírico, apropiadas a las demandas específicas de los escenarios en que se apliquen.

El conocimiento criminológico acumulado permite afirmar que la prevención de la violencia y la delincuencia es posible (Downy, 2020; Sherman et al., 1998; OMS, 2002, 2014). Las intervenciones integradoras que atienden los factores asociados con el origen, el mantenimiento y el desistimiento del comportamiento delictivo en distintos niveles –individual, familiar, escolar, de pares y comunitarios–, que utilizan protocolos bien fundamentados, invierten en la capacitación y especialización de quienes las operan, se realizan de manera intersectorial e interinstitucional y se mantienen en el tiempo con seguimientos en el corto, el mediano y el largo plazo, tienen una mayor probabilidad de alcanzar sus objetivos de reducción de las problemáticas atendidas.

En particular, en la región latinoamericana, donde existen altos índices de violencia y delincuencia, se plantean retos importantes para la ciencia criminológica: identificar y atender los factores específicos y contextos particulares relacionados con estos fenómenos; diseñar políticas y programas de prevención basados en las buenas prácticas y en la evidencia científica; generar conocimiento cuantitativo y cualitativo para comprender, intervenir y evaluar el impacto de las acciones emprendidas; integrar esfuerzos interinstitucionales e intersectoriales; y promover acciones en el mediano y largo plazo para garantizar la continuidad de aquellas que han demostrado que funcionan.

En escenarios complejos como los descritos en este monográfico pueden favorecerse posturas pesimistas respecto a las posibilidades de cambio. Sin embargo, la evidencia de políticas y programas que funcionan resulta esperanzadora y nos compromete en el desarrollo y la aplicación de iniciativas que contribuyan a la construcción de un mundo mejor y más digno, con menores índices delictivos y mayores niveles de paz.

Referencias

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1 De acuerdo con UNODOC (2019) se entiende por homicidio intencional el acto ilegal de privar de la vida a una persona con la intención de causar su muerte o lesiones graves. Las estadísticas de homicidio intencional con frecuencia se utilizan como indicadores que permiten medir y comparar los niveles de violencia en y entre diferentes regiones y países, dado que es una conducta que tiene efectos letales y que es de los delitos que reportan menor cifra negra. El concepto de cifra negra se refiere al número desconocido de delitos y delincuentes, que no han llegado a ser descubiertos porque no han sido denunciados por sus víctimas o porque no han sido descubiertos por el sistema (justicia o policía), o no se ha continuado con el proceso de denuncias y no se tienen registrados. La tasa de homicidios intencionales corresponde al de víctimas de homicidio intencional por cada cien mil habitantes.

2 Los factores de protección son aquellas variables que predicen una menor probabilidad de delincuencia, a pesar de que existen múltiples factores de riesgo para este fenómeno, es decir, funcionan como factores que “amortiguan” el efecto negativo de los factores de riesgo, modulando o atenuando su impacto; los factores de promoción, por su parte, predicen una baja probabilidad de que se presente la delincuencia y de que las personas se impliquen en este tipo de actividades, sin estar interrelacionados con factores de riesgo; estos son factores de mejora o de promoción del bienestar (Loeber et al., 2008; Lösel & Farrington, 2012; Redondo & Garrido, 2013).