Medellín, lecciones de un cambio en seguridad ciudadana

Medellín, lessons of a change in citizen security

Medellín, lições de uma mudança na segurança cidadã

Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo: Ruiz, J., Cerón, K., Otálora, J., Cortés, L. y Rodríguez, M. (2023). Medellín, lecciones de un cambio en seguridad ciudadana. Revista Criminalidad, 65(3), 47-64. https://doi.org/10.47741/17943108.509

Juan Carlos Ruiz Vásquez
Doctor en Ciencia Política
Profesor titular, Universidad del Rosario
Bogotá, Colombia
juan.ruiz@urosario.edu.co
https://orcid.org/0000-0001-9130-6950

Karen Nathalia Cerón Steevens
Magíster en Estudios Políticos e Internacionales
Profesora e investigadora, Universidad del Rosario
Bogotá, Colombia
karen.ceron@urosario.edu.co
https://orcid.org/0000-0002-3175-9429

Juan David Otálora Sechague
Magíster en Geopolítica
Docente en las universidades El Bosque y El Rosario
Bogotá, Colombia
jotaloras@unbosque.edu.co
https://orcid.org/0000-0002-0053-3478

Laura Nathalia Cortés Russo
Internacionalista
https://orcid.org/0000-0003-2544-1729

Manuel Felipe Rodríguez Peláez
Especialista en Docencia Universitaria
Bogotá, Colombia
rodriguezp.manuel@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-0016-4393


Resumen

Medellín fue considerada la ciudad más violenta del mundo durante los años noventa con una tasa de homicidios superior a 370 por cada 100 000 habitantes. En las últimas tres décadas, los asesinatos en la ciudad disminuyeron en un 90 %. Esta transformación ha sido celebrada internacionalmente como un ejemplo de gobernanza local exitosa de centros urbanos que sufren altos índices criminales. Ahora bien, este artículo sostiene que dicha recuperación –catalogada por algunos como “milagro”– no fue sólo producto de acciones exitosas del gobierno local, sino también el resultado de dos factores más: primero, la política del Estado colombiano a nivel nacional para fortalecer su aparato de seguridad y desmantelar grupos ilegales armados; y segundo, los acuerdos informales entre las autoridades y las bandas locales, así como la decisión de estas últimas de evitar confrontaciones violentas para facilitar la extracción de sus rentas ilegales.

Palabras clave:

Seguridad humana, homicidio, crimen (fuente: Tesauro de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura – UNESCO). Medellín, seguridad ciudadana, conflicto, banda criminal (fuente: autor).

Abstract

Medellín was considered the most violent city in the world during the 1990s with a homicide rate of over 370 per 100 000 inhabitants. In the last three decades, murders in the city have decreased by 90 %. This transformation has been celebrated internationally as an example of successful local governance of urban centres suffering from high crime rates. However, this article argues that this recovery - labelled by some as a “miracle” - was not only the product of successful local government actions, but also the result of two other factors: first, the Colombian state’s policy at the national level to strengthen its security apparatus and dismantle illegal armed groups; and second, the informal agreements between the authorities and local gangs, as well as the latter’s decision to avoid violent confrontations in order to facilitate the extraction of their illegal rents.

Keywords:

Human security, homicide, crime (source: United Nations Educational, Scientific and Cultural Organisation - UNESCO thesaurus). Medellín, citizen security, conflict, criminal gang (source: author).

Resumo

Medellín foi considerada a cidade mais violenta do mundo durante a década de 1990, com uma taxa de homicídios superior a 370 por 100 000 habitantes. Nas últimas três décadas, os assassinatos na cidade diminuíram 90 %. Esta transformação tem sido celebrada internacionalmente como um exemplo de governação local bem-sucedida de centros urbanos que sofrem de elevadas taxas de criminalidade. Ora, este artigo sustenta que esta recuperação – catalogada por alguns como um “milagre” – não foi apenas o produto de ações bem-sucedidas do governo local, mas também o resultado de mais dois fatores: primeiro, a política do Estado colombiano no a nível nacional para reforçar o seu aparelho de segurança e desmantelar grupos armados ilegais; e em segundo lugar, os acordos informais entre as autoridades e os gangues locais, bem como a decisão destes últimos de evitar confrontos violentos para facilitar a extracção das suas rendas ilegais.

Palavras chave:

Segurança humana, homicídio, crime (fonte: Tesauro da Organização das Nações Unidas para a Educação, a Ciência e a Cultura – UNESCO). Medellín, segurança cidadã, conflito, gangue criminosa (fonte: autor).

Introducción

El “milagro Medellín”, fenómeno caracterizado por el drástico descenso en las tasas de homicidio de la ciudad durante las últimas tres décadas, ha sido fuente de discusiones de la academia en diversas partes del mundo. En esta dirección, este artículo se pregunta por las diversas hipótesis que explican el porqué de esta reducción de la violencia y por la manera como las estrategias de intervención pueden ser ilustrativas para otras urbes. Dicho propósito se desarrolla en cuatro partes. Primero, se resaltan los factores sociales y políticos que produjeron en Medellín esos niveles inusitados de violencia. Segundo, se analiza la estrategia que el Estado estableció para enfrentarlos. Tercero, se subrayan las acciones de urbanismo social lideradas por el gobierno local, el robustecimiento de un aparato institucional de seguridad ciudadana y el rol de la sociedad civil para ampliar la oferta de actividades a los jóvenes como mecanismo de prevención de la violencia. La última parte se centra en los acuerdos informales entre gobiernos locales y bandas criminales, así como los pactos entre los mismos grupos armados.

Cuatro precauciones deben ser tenidas en cuenta a lo largo de este análisis. Primero, la disminución de la violencia homicida se dio con fuerza en Medellín durante este periodo, pero también en otras ciudades del país, particularmente en Cali y Bogotá (aunque con una diferencia de tendencia). Segundo, existe un debate sobre si esta disminución de homicidios ha implicado del mismo modo una reducción en otros delitos, por ejemplo, la extorsión y el robo. Tercero, los estudios sobre Medellín exploran explicaciones basadas en variables únicas, como el papel del Estado, las políticas locales o el rol que jugaron los actores criminales en la reducción de la violencia. Mientras que otras apuestas creen en la interrelación de las variables para conducir a explicaciones multicausales o híbridas. Y cuarto, si bien los pactos ilegales tuvieron injerencia en los índices criminales, es de aclarar que dicha explicación no debe ser entendida como una lección; por el contrario, estas prácticas deben ser evitadas, puesto que debilitan la legitimidad del Estado en los territorios.

Metodología

Este estudio presenta cálculos originales de series históricas estadísticas de homicidios para Colombia y las ciudades de Bogotá, Medellín y Cali, utilizando datos demográficos actualizados de los censos ajustados y armonizados de 1985, 1993, 2005 y 2018. Dado que las predicciones demográficas del DANE no han coincidido con los resultados finales de los censos posteriores a la proyección, la población de datos se ha ajustado y recalculado de acuerdo con los resultados demográficos reales obtenidos en estos censos. Para los años intercensales se ha aproximado según un crecimiento geométrico de la población. Las tasas de homicidios ajustadas desde 1990 y su incidencia real de cada ciudad en un contexto nacional también se han puesto al día.

Del mismo modo, para el desarrollo de la investigación se realizó un trabajo cualitativo conectado con la perspectiva epistemológica interpretativa, basada en la revisión de fuentes a profundidad y haciendo uso del método de análisis documental. Este método permitió recopilar, organizar y sistematizar los documentos más ilustrativos sobre lo ocurrido en Medellín en materia de homicidios. Posteriormente, a partir de esas múltiples fuentes confiables y pertinentes, se realizó un análisis riguroso y sistemático por medio del cual se contrastaron argumentos y se articularon las hipótesis que dan cuenta de la drástica disminución de muertes violentas como síntoma de un cambio sustancial en las dinámicas de la ciudad. Para dicho propósito, se eligieron diferentes aproximaciones tanto locales como internacionales. Luego, la gran cantidad de información revisada se clasificó en tendencias que articulaban una relación de variables y por ello se reunieron en tres líneas de análisis (presentadas en adelante), que no son únicas ni inflexibles, en la medida en que también podrían combinarse. Sin embargo, cada una de las explicaciones contiene algunas características que por su similitud se consideró más apropiado agruparlas como parte de una misma lógica interpretativa.

Medellín: de la violencia criminal a la ciudad “milagro”

En 1991, Medellín se convirtió en la ciudad más violenta del mundo con una tasa de 375 homicidios por 100 000 habitantes (Bedoya, 2017), una de las cifras más altas de las sociedades occidentales sin una guerra civil declarada (Cardona et al., 2005). Como se ve en la figura 1, la tasa de homicidios comenzó a disminuir hasta alcanzar 13.9 por 100 000 habitantes en 2022, lo que se ha catalogado como “milagro social” y un ejemplo de buenas prácticas para solucionar crisis extremas de seguridad.

Figura 1. Homicidios por 100 000 habitantes, 1990-2022. Colombia, Bogotá, Medellín y Cali.

Figura 1
Fuente: creación propia con base en datos de la Policía Nacional de Colombia, Revista Criminalidad 1990-2022; Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, Forensis 1996-2022.

El pico de violencia de 1991 en Medellín se explica por la confluencia diversa de factores históricos y sociales, tales como el conflicto nacional, la estructuración del Cartel de Medellín, la migración de personas a la periferia de la ciudad, la transición del modelo económico, la guerra declarada por la mafia al Estado colombiano y/o el papel de las milicias urbanas. Esto ha sido fuente de un análisis histórico multicausal y explorado vastamente en la literatura académica (véase Alonso et al. (2007), Bedoya (2010), Cardona et al. (2005), Beltrán (2014), Franco (2003), Jaramillo (1994, 2011), Kalyvas et al. (2005), Martin (2013), Centro Nacional de Memoria Histórica (2010), Noreña (2007), Patiño (2015), Pérez et al. (1997), Ramírez (2008), Sierra (2005), Thoumi (1994), Uribe (1997), Vélez (2001)).

No obstante, cabe hacer unas cuantas anotaciones sobre la manera como la violencia fue apareciendo y gestándose en la ciudad. En el siglo XX, Medellín se había convertido en un gran centro empresarial y manufacturero reconocido por sus capacidades de emprendimiento y comercio. Sin embargo, a mediados del siglo pasado, su auge económico se vio fuertemente afectado por la llamada época de La Violencia: la lucha violenta por el poder entre los partidos tradicionales, Liberal y Conservador (Cardona et al., 2005). Es claro que el conflicto bipartidista hizo que surgieran nuevas violencias, como el bandolerismo rural y la guerrilla comunista, lo que produjo un desplazamiento forzado de campesinos que se asentaron a partir del año 1960 en la periferia urbana de la ciudad. Del mismo modo, se presentó una gran migración por razones ajenas al conflicto, dentro de la dinámica de urbanización de Colombia, lo que condujo a que se construyeran varios barrios obreros y que crecieran asentamientos de invasión sin condiciones mínimas de subsistencia y con niveles de pobreza extrema sobre las laderas de las montañas que rodean a Medellín.

Estas zonas periurbanas vieron el aumento de la violencia con el surgimiento de milicias, oficinas de sicarios, carteles de narcotráfico, paramilitares de extrema derecha y organizaciones criminales diversas (Humphrey y Valverde, 2017). Dado que estos asentamientos eran considerados ilegales, las autoridades locales afirmaban que el problema estaba por fuera de su resorte de intervención (Alonso et al., 2007). Para la década de 1990, los asuntos de seguridad eran considerados como cuestiones que estaban destinadas a la intervención nacional. Se creía que los problemas de seguridad y el crimen no eran potestad de las autoridades locales, pues eran problemas que venían de afuera y cuya respuesta debía provenir de afuera también.

En este sentido, es válido desarrollar a continuación un paralelo entre la evolución histórica de la política regional, por un lado, y la criminalidad que muta hacia tecnificados y poderosos carteles de narcotráfico, por el otro.

Desde la perspectiva de gobierno local, se tiene que los alcaldes nombrados antes de la primera elección popular en 1988 no tenían un interés particular por los temas de seguridad y, con periodos de gobierno muy cortos, en promedio de nueve meses, era difícil que se idearan programas de largo aliento en la materia.

Antioquia perdió su policía departamental a favor de una sola policía nacional y, con ello, los poderes locales también perdieron su autonomía para implantar ellos mismos legalmente su sentido del orden en la región. La decisión de tener un solo cuerpo de policía nacional en Colombia se dio en 1958 con el inicio del Frente Nacional.

Los primeros alcaldes elegidos popularmente en Medellín–Juan Gómez Martínez (1988-1990) y Omar Flórez (1990-1992)– no se apartaron significativamente de esta línea de baja intervención en el liderazgo de las estrategias de seguridad ciudadana. Absorbidos por los niveles inéditos de violencia, su acción se centró en la reunión de consejos de seguridad con la fuerza pública.

La recién implantada descentralización administrativa en Medellín tuvo poco margen de maniobra en los temas de seguridad cuando las administraciones de los presidentes Virgilio Barco (1986-1990) y César Gaviria (1990-1994) decidieron monopolizar el tema de seguridad en Medellín creando una Consejería Presidencial para Medellín y prohibiendo cualquier acercamiento de las autoridades locales con grupos ilegales de cualquier tipo.

Lentamente, los alcaldes elegidos tomaron mayor relevancia en las estrategias de seguridad ciudadana, inicialmente con la creación de Metroseguridad durante la administración Naranjo Pérez (1995-1997) para gestionar mejor los recursos de apoyo para la labor policial o buscaron generar la participación de las comunidades para promover una cultura de paz en la segunda administración de Gómez Martínez (1998-2001). Durante la administración de Pérez Gutiérrez (2001-2003) se reforzó la institucionalidad de justicia, como las casas y unidades de justicia y comisarías de familia, y se buscó mejorar las condiciones de vida y posibilidades de empleo de los jóvenes de los sectores más vulnerables. En las administraciones de Fajardo Valderrama (2004-2007) y Salazar Jaramillo (2008-2011) se profundizó la aproximación social para dar mayores oportunidades a sectores tradicionalmente excluidos, especialmente jóvenes, con políticas de vivienda y educación.

La creación de la Secretaría de Seguridad en 2012 y el robustecimiento del Sistema de Información para la Seguridad y la Convivencia (SISC) que venía funcionando desde el 2008 hicieron que, durante la administración de Gaviria Correa (2012-2015), esta separación comenzara a ceder para mostrar un mayor liderazgo de la alcaldía a fin de establecer diagnósticos de la criminalidad en el territorio y establecer cursos de acción (Ruiz Vásquez, 2015).

Así, el alcalde Federico Gutiérrez (2016-2019) tuvo como prioridad de su administración la seguridad ciudadana con la adopción de sistemas de información y herramientas tecnológicas, una mayor coordinación interagencial y territorial y la captura de blancos de alto valor de las estructuras criminales de la ciudad (Ruiz-Vásquez y Cerón Steevens, 2019).

El desarrollo político antedicho y su énfasis en la seguridad tenía una razón de ser, pues paralelamente se orquestaba en la región una de las organizaciones criminales más poderosas del mundo: el Cartel de Medellín, cuyo jefe, el narcotraficante Pablo Escobar, libró una guerra contra el Estado colombiano entre 1984 y 1993, que produjo una oleada inusual de magnicidios, asesinatos y terrorismo urbano. Las guerras que libró Escobar produjeron la muerte de cientos de jóvenes en las barriadas marginales de la ciudad.

Del mismo modo, Pablo Escobar llevó a cabo una campaña de exterminio de policías en Medellín entre 1990 y 1993. Medellín presentó el sacrificio de policías más grande en comparación con otras ciudades colombianas. Se ha dicho especulativamente que murieron más de 500 policías en la ciudad. En realidad, murieron en cumplimiento del deber y vistiendo uniforme 153 policías entre 1989 y 1993. El pico más alto de policías asesinados en servicio en Medellín fue de 58 uniformados en 1991, para comenzar a descender a partir de 1992. En el resto de Colombia, el pico de policías asesinados en servicio se dio en 1992 con 291 (ver figura 2).

Figura 2. Policías asesinados en servicio en Colombia y Medellín, 1964-2019.

Figura 2
Fuente: creación propia con base en datos de la Policía Nacional de Colombia, Revista Criminalidad 1964-2019. N. B. Los datos para el Valle de Aburrá solo están disponibles para los años 1986-2012.

Medellín representó alrededor del 13.5 % del total nacional de policías asesinados en el periodo en el cual se presume se extendió este plan de exterminio, mientras que el peso de Bogotá, la capital, y Cali, la tercera ciudad más poblada de Colombia, fue menor, alrededor de un 8.1 % y 5.1 %, respectivamente (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2017). No obstante, como lo muestra la figura 2, el homicidio de policías en servicio siguió el mismo patrón de comportamiento de la curva de uniformados asesinados para el resto del país y su pico más alto coincide también con los niveles más altos de violencia de principios de la década de 1990 en Colombia y Medellín.

Entendido el paralelo entre el desarrollo político local y el avance criminal, no existía una política de seguridad que verdaderamente respondiera a los niveles de violencia. En resumen, durante la década de los noventa, los asuntos de seguridad fueron considerados como cuestiones del orden nacional, pues se creía que excedían el resorte de las autoridades locales. Primaba una suerte de confusión en el gobierno de Medellín sobre el papel que debía asumir para mitigar el conflicto: se aducían factores externos en la generación de la violencia, dificultades normativas para el diseño de estrategias de seguridad y de orden público, escaso pie de fuerza policial en comparación con otras ciudades del país (CNMH, 2017), impunidad, bajo número de jueces, corrupción y problemas operativos presentes en la policía (Pérez y Vélez, 1997).

No obstante, la tasa y el número bruto de homicidios en Medellín tuvieron el mayor descenso en Colombia con un 93 % y un 87 %, respectivamente, como se ilustra en la figura 1. Esta transformación de ciudad violenta a ciudad “milagro” ha recibido la atención mediática internacional que otras ciudades colombianas no han merecido, a pesar de presentar también una disminución de homicidios pronunciada. El modelo Medellín ha sido expuesto por agencias multilaterales, la prensa internacional y académicos como ejemplo exitoso de buenas prácticas en la planificación de ciudades, especialmente aquellas afectadas por la violencia urbana y la informalidad (Corburn et al., 2020; Ortiz, 2017).

Según algunas reseñas, la reducción de homicidios se debe a la construcción de cultura ciudadana, la gobernanza urbana, así como las inversiones en espacios y transporte públicos de los barrios más pobres (Franz, 2017; Clemons, 2016; Rapid Transition Alliance, 2019; Malandrino, 2017; Maclean, 2015; Hart, 2021; Moss, 2015; Cerdá et al., 2012). Así, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) ha promovido el modelo de Medellín para ser replicado en otras ciudades latinoamericanas con altos índices de violencia. The Economist, sin embargo, advierte que las lecciones de Medellín serán difíciles de repetir en otras ciudades del mundo por los grandes cambios urbanos que se emprendieron con amplia financiación y el “respeto” por las comunidades más pobres (The Economist, 2014).

Desde el ángulo académico, Medellín ha sido catalogada como una ciudad inteligente, ecológica e innovadora, y ha ganado premios internacionales por su revolución urbana (Hart, 2021). Francis Fukuyama aconseja retomar esta “revolución política” como una lección a aplicarse en otros países en su lucha contra las drogas (Fukuyama, 2011; Dávila, 2016; Rojas, 2018). Por su parte, Caroline Doyle (2019) no concibe al “urbanismo social” como el principal protagonista del “milagro Medellín”; más bien, le presta particular atención a las organizaciones criminales vinculadas al narcotráfico, a sus intereses y modos de operar, para así entender las dinámicas de la violencia en la ciudad.

En la misma línea, Humphrey (2017) argumenta que la reducción en la tasa de homicidios en Medellín no sugiere necesariamente la disminución de la violencia criminal. Hay autores que van incluso más lejos y hablan de gobiernos desde la ilegalidad y dinámicas ilegítimas en la administración de la ciudad (Leibler, 2017; Lamb, 2010). En contraste, otras investigaciones se centran en el papel de las bandas criminales y la identidad de los grupos juveniles (Baird, 2009) o en los modelos de gestión de la seguridad a partir de procesos participativos (Abello-Colak y Pearce, 2015). Con todo, la visión exterior sobre la ciudad no tiene una perspectiva unificada, pues transita de análisis que promueven la reproducción de un modelo a otros lugares del sur global, pasando por interpretaciones menos positivas y que incluyen el papel de la ilegalidad en la disminución de la violencia en la ciudad.

Aunque Medellín tiene una de las tasas más bajas de pobreza de Latinoamérica y una de las más altas en acceso a educación y salud, la ciudad continúa teniendo altos índices de desempleo y es una de las más desiguales del continente; por ejemplo, en 2020 reporta un índice Gini de 0.52 (Medellín Cómo Vamos, 2021). Su mayor tasa de crecimiento proviene de los sectores de menor productividad y la vasta mayoría de trabajadores permanece en estas industrias (Franz, 2017; Freedman, 2019). Por otro lado, se calcula que en Medellín hay cerca de 360 “combos” que están al servicio de 15 grandes bandas criminales con poder de fuego y cuyos jefes actúan como verdaderos “señores de la guerra” que ejercen un gobierno informal paralelo a la alcaldía. Estas bandas practican una sofisticada actividad criminal de extorsión, narcotráfico, préstamos de usura, sicariato, robo, contrabando y tráficos ilegales (Blattman et al., 2020).

Todo esto ha repercutido en la geografía social de Medellín. La ciudad se encuentra dividida en 6 zonas, 16 comunas y 234 barrios, que en la práctica agrupan a un norte pobre –de comunas periféricas con problemas de pobreza, desempleo, hambre, drogadicción, prostitución y violencia delincuencial o política– y a un sur rico –desarrollado, estético, de grandes inversiones y prósperos negocios– (Humphrey y Valverde, 2017; Jaramillo, 2011).

Resultados

Línea uno: una política nacional para Medellín y una política nacional contra la violencia

La reducción de los homicidios en Medellín no fue un fenómeno exclusivo de la ciudad. Desde la segunda mitad de 1990, Colombia y sus tres principales ciudades han tenido una disminución significativa de su tasa de homicidios (ver figura 3). Colombia registró su pico de violencia más alto en 1991 con 81.3 homicidios por 100 000 habitantes, que disminuyó a 23.6 en 2022. Bogotá pasó de 73.8 en 1993 a 12.8 en 2022. Cali tuvo también una disminución importante de 121.5 en 1994 a 47.6 en 2020.

Figura 3. Homicidios por 100 000 habitantes, 1975-2022. Superposición de curvas de tendencia de Medellín, Bogotá y Cali.

Figura 3
Fuente: creación propia con base en datos de la Policía Nacional de Colombia, Revista Criminalidad 1975-2022.

El comportamiento del homicidio para las ciudades de Medellín, Bogotá y Cali ha coincidido siguiendo una curva similar desde 1975 con un ascenso sostenido desde los años ochenta, llegando a sus niveles más altos en la primera mitad de los noventa y descendiendo con altibajos similares hasta hoy en día como se ve en la figura 3. Las tres ciudades han seguido un patrón de “cúspide Everest”. El comportamiento del homicidio en Colombia y sus principales ciudades ha seguido este patrón similar, pero de todos modos el caso de Medellín es el más extremo en cifras y, por ende, con un descenso más pronunciado en términos porcentuales.

Por lo anterior, la excepcionalidad del caso de Medellín es cuestionada por varios estudios que muestran que la idea de una ciudad muy violenta que se pacifica no es más que el reflejo de un comportamiento nacional (Giraldo, 2012). Las cifras de violencia en las ciudades colombianas, inusitadamente altas a inicios de los años noventa, parecen volver de manera gradual al promedio de los setenta del siglo XX.

Si bien actualmente Medellín tiene un peso menor en el número total de homicidios de Colombia que hace tres décadas, por cuanto pasó de 16 % a 5 %, un comportamiento similar también se dio en Cali, mientras que Bogotá se ha mantenido alrededor del 10 % del total nacional (ver figura 4).

Figura 4. Porcentaje de homicidios sobre el total nacional. Bogotá, Medellín y Cali, 1990-2019.

Figura 4
Fuente: cálculos de los autores con base en Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, Forensis 1996-2002 y 2017-2019.

Adicionalmente, la disminución de los homicidios en Medellín podría estar ligada al debilitamiento coyuntural de fenómenos nacionales como el narcotráfico y no se podría atribuir únicamente a las acciones de alcaldes o programas locales de seguridad ciudadana (Casas y González, 2003). Las variaciones en la violencia se recrudecieron en aquellos lugares donde las estructuras criminales vinculadas al narcotráfico se articularon con las dinámicas locales (Llorente y Guarín, 2013). Autores como Jorge Giraldo (2008) sostienen que “el homicidio y los delitos de mayor impacto social tienen una correlación directa con la intensidad del conflicto armado” (p. 107).

La intervención del Estado colombiano aparece como el principal factor que permitió a los grupos criminales recular en su intención de perpetrar acciones armadas y ello derivó en un descenso de los homicidios y la violencia (Giraldo y Fortou, 2014; Dávila, 2016). Estas decisiones estuvieron acompañadas del fortalecimiento institucional en los ámbitos local y regional.

La reducción de los homicidios en Medellín y el incremento de la seguridad se deben, también, a la acción directa y al fortalecimiento de los cuerpos de seguridad del Estado que limitaron las acciones criminales de los grupos ilegales (Martin, 2013). Esto incluye los acuerdos de paz con tres grupos guerrilleros a principios de 1990, la desarticulación del Cartel de Medellín a partir de 1993, la operación militar Orión en 2002 y la desmovilización del grupo paramilitar Bloque Cacique Nutibara en 2003 (Vallejo et al., 2018; Giraldo, 2008).

A partir de 1990, el gobierno colombiano reforzó su sector militar y policial con un aumento significativo del presupuesto y el pie de fuerza. El gasto en defensa aumentó de 2.08 sobre el PIB en 1990 a 3.54 al terminar esa década. Más específicamente entre 1960 y 1990, el gasto policial fluctuó alrededor del 0.76 % del PIB; luego se produjo un aumento significativo en la década de 1990, hasta el 1.6 % del PIB en 2015. El gasto policial sobre el gasto general de Colombia y sobre el producto interno bruto muestra que los costos policiales exigen a la economía colombiana casi el doble de lo que representaban en 1991 (Ruiz-Vásquez, 2023).

La ayuda internacional también se incrementó a finales de 1990. La administración del presidente Andrés Pastrana (1998-2002) negoció el Plan Colombia con los Estados Unidos, que proveyó USD$5000 millones entre 1998 y 2008 para la lucha contra el narcotráfico (Center for International Policy,1998, 2006; Carpenter, 2001). La policía colombiana recibió aproximadamente 1200 millones de dólares estadounidenses en los años que se mantuvo este plan. La ayuda estadounidense asignada directamente a la policía colombiana se multiplicó por seis (Isacson, 2006; Carpenter, 2001). El pie de fuerza policial también aumentó de manera significativa. En 1990, la tasa de policías por 100 000 habitantes era 222. En 2015, esa tasa llegó a su punto más alto con 381, es decir, un aumento de 72 % (Ruiz-Vásquez, 2023).

Por otro lado, desde 1990, el presidente César Gaviria planeó una estrategia concreta contra la violencia en Medellín creando la Consejería Presidencial para Medellín. Su objetivo era “fomentar ideas, propuestas, programas y destinar recursos para atender la deuda social y mitigar la ausencia histórica del Estado en la ciudad de Medellín y su área metropolitana” (Alcaldía de Medellín y BID, s. f., p. 4).

En el marco de los esfuerzos de la Consejería se realizaron negociaciones con milicias armadas en la ciudad1. Estas fueron organizaciones que impusieron regulaciones y consolidaron órdenes sociales en territorios vulnerables. Se legitimaban mediante la vigilancia del sector y los procesos de regulación de barrios a los que la policía se negaba a ir, argumentando que dichos barrios al no ser legales no podían obtener servicios públicos (Giraldo y Preciado, 2015). Aunque dichas milicias se desmovilizaron, no lograron reintegrarse plenamente a la sociedad y este tipo de prácticas ha continuado presente en otras formas de agrupaciones violentas de la ciudad, expresiones de autodefensa barrial y mecanismos de justicia paralela.

Se trata de fenómenos que minan el uso soberano de la fuerza y que pudieron haberse gestado por la vía de los recurrentes discursos de diferentes administraciones municipales, que instrumentalizaron acuerdos con los grupos armados en aras de la gobernabilidad y, asimismo, incentivaron diferentes modos de privatización de la seguridad (Pérez y Vélez, 1997). Tal fue el caso de la administración de Luis Alfredo Ramos (1992-1994), quien instituyó tácticas de tolerancia, participación y consenso en las que intervino una porción significativa de las milicias. Además, se esgrimía que a “la comunidad […] le corresponde en primera instancia la salvaguarda de las condiciones básicas de seguridad en su entorno” y que, por su parte, el Estado debe “controlar [...] las situaciones que excedan la capacidad de control de seguridad por parte de la comunidad” (Alonso et al., 2007, p. 153). Asimismo, la administración de Sergio Naranjo (1995-1997) creó la Asesoría de Paz y Convivencia, que apoyaba los diálogos, la negociación y la reinserción de los milicianos; también promovió la participación de la sociedad de forma directa para lograr la seguridad, pues argüía que “la seguridad es asunto de todos” (Alonso et al., 2007, p. 155).

La lógica de la coexistencia entre las acciones del plano nacional y algunas estrategias locales (Giraldo y Preciado, 2015) será muy propia de este periodo. La puesta en marcha de la descentralización y las reformas propiciadas por la nueva Constitución de 1991 aún se encontraban en una fase muy precaria, generando que las transformaciones fuesen más claras hasta los años 2000 (Leyva y Aristizábal, 2016, citado en CNMH, 2017).

Línea dos: urbanismo social como estrategia de gobernanza local

El rol del urbanismo social

La reducción de homicidios en la ciudad se conecta con la lógica del urbanismo social. Esta perspectiva da cuenta de la movilización del capital político de diferentes administraciones locales para combatir la extrema pobreza y la desigualdad (Echeverri, 2008; Devlin, 2010, citado en Bahl, 2012). El urbanismo social implicó una apuesta decidida por la inversión en infraestructura, alianzas intersectoriales y un esfuerzo hacia la democracia participativa (Fukuyama y Colby, 2011; Hylton, 2007, citado en Bahl, 2012).

Un antecedente relevante en esta dirección se materializó en el Programa Integral de Mejoramiento de Barrios Subnormales en Medellín (PRIMED) (Velásquez, 2013). Dicho programa, de 31 millones de dólares, tenía dentro de sus objetivos intervenir 15 barrios de la ciudad en tres zonas, fortalecer la planificación, generar asociaciones entre el Estado y la sociedad civil, mejorar la prestación de servicios públicos, revisar la tenencia de tierra en asentamientos informales y mitigar los riesgos geológicos en las laderas (PRIMED, 1996; Betancur, 2007). La estrategia encaró dificultades como retrasos en la implementación, la complejidad de operar con la presencia de actores armados, empleos temporales sin el fortalecimiento de habilidades para lograr posteriores trabajos de tiempo completo, así como desafíos tecnológicos, información incompleta o tropiezos para coordinarse con las organizaciones locales (PRIMED, 1996, citado por Bahl, 2012).

Las políticas de urbanismo social y de desarrollo tuvieron un impacto sobre la violencia y los comportamientos de los habitantes de los barrios intervenidos (Cerdá et al., 2012). Dichas iniciativas se enfocaron en conectar a las personas en condiciones de vulnerabilidad económica –y quienes, además, confluyen mayoritariamente en la periferia de la ciudad– con el centro económico de Medellín (Galvin y Maassen, 2019). Así, investigadores lograron determinar que los barrios intervenidos con estrategias de conexión y/o urbanísticas presentaron una disminución en las tasas de homicidio que fue 66 % más alta que la de aquellas zonas donde no se realizaron tales planes de mejora. Los primeros reportaron una reducción de los eventos violentos 74 % más alta que los barrios de control del análisis (Cerdá et al., 2012).

Bajo la lógica del urbanismo social, el gasto público entre 2004 y 2008 se duplicó, en parte, gracias a una élite empresarial que contribuía con altos impuestos (Fukuyama y Colby, 2011, citado en Bahl, 2012) y a que Empresas Públicas de Medellín aportaba el 30 % de sus utilidades netas (Brand, 2010; Blattman et al., 2011, citado en Bahl, 2012). Desde entonces, la estrategia Presupuesto Participativo se convirtió en una herramienta vital para financiar proyectos concebidos desde la base y propiciar la participación ciudadana.

De hecho, gran parte de los desarrollos sociales en Antioquia y en especial en Medellín se deben a la intervención de la élite empresarial antioqueña. El proceso de desarrollo tuvo una gran influencia de dicho empresariado, pues los industriales han estado involucrados en los procesos de construcción de la ciudad y han buscado estrategias para coadyuvar a la administración estatal local en el mejoramiento de las condiciones de seguridad y violencia. El empresariado antioqueño ha sido motor de procesos de construcción social en la ciudad.

En el marco del urbanismo social, se dio la inauguración de la primera línea de Metrocable, que conectó las comunas 1 y 2 con el centro de la ciudad, y que se convirtió en punto de partida para intervenciones posteriores. Estas estuvieron acompañadas de complejos arquitectónicos con impacto social, tales como parques-bibliotecas y escuelas (Leibler y Brand, 2012). De acuerdo con Cerdá et al. (2012), los efectos de dichas estrategias trascendieron el objetivo inicial de conexión de la periferia, logrando impactar las relaciones entre ciudadanos y el ingreso del aparato estatal a zonas con fuerte presencia de actores criminales. Esto se tradujo en un incremento en la interacción vecinal, la confianza y la intervención de los habitantes de la zona en situaciones en que el orden social pudiese verse amenazado.

De igual modo, se afianzó la premisa de la “formación de un nuevo ciudadano” cuyo “espíritu” se expresa en “respetar la norma por convicción”, “desaprender la violencia”, “desalcoholizar los espíritus” y erradicar la “intemperancia verbal” (Concejo de Medellín, 2001, p. 10, Hermelin et al., 2010), poniendo en el centro la convivencia ciudadana. Ahora bien, “entre 2004 y 2007, Medellín construyó 1.3 veces más espacio público del que se había construido en los 53 años anteriores, incluidos 20 nuevos parques” (Calderon, 2008, p. 83). La estrategia del alcalde Sergio Fajardo (2004-2007) se centraría en la legitimidad del Estado local y la cultura ciudadana; lo que le implicó a la alcaldía una inserción en la política nacional de seguridad, como parcial consecuencia del exponencial aumento de recursos asignados a este rubro, la modernización del aparato de justicia, la creación de la Unidad Permanente de Derechos Humanos y los programas de memoria histórica, así como el apoyo al proceso de reinserción y desarme de índole nacional (Giraldo y Fortou, 2014, citado en Dávila et al., 2015).

De igual modo, los programas de la alcaldía de Fajardo Jóvenes con Futuro, Metrojuventud, el Observatorio de Juventud y la Red de Prevención de la Agresión presentaron resultados satisfactorios en contribución a la reducción de delitos de alto impacto, incluyendo los homicidios (Vargas y García, 2008). De esta administración surgieron también los Proyectos Urbanos Integrales (PUI): una estrategia de transformación urbana y de intervención física en los sectores vulnerables de la ciudad, la cual buscó reducir la deuda social acumulada con estos territorios (Echeverri y Orsini, 2010, citado en Velásquez, 2012).

En la misma línea de esfuerzos institucionales en el ámbito local, cabe resaltar que el alcalde Alonso Salazar (2008-2011) posicionaría la seguridad como “un asunto más relacionado con la inversión social. Al mismo tiempo, destacaría la relevancia de la cultura ciudadana, el fortalecimiento de los apartados de seguridad y justicia, y el acercamiento de la justicia al ciudadano (mecanismos pensados para reposicionar lo estatal en lo microsocial)” (Dávila et al., 2015, p. 174).

Finalmente, de la administración de Aníbal Gaviria (2012-2015) son destacables las acciones dirigidas al fortalecimiento institucional para la gestión local de la seguridad y la convivencia, y también “la tecnificación de los instrumentos de gestión de la seguridad y la convivencia, así como los vínculos entre las diferentes organizaciones estatales para generar una mayor sinergia, una mejor gobernanza local y un destacado control de los recursos públicos” (Dávila et al., 2015, p. 184).

Desde los gobiernos locales se sostuvo el argumento que las obras podían ser el medio adecuado para lograr la paz y la convivencia. No obstante, para autores como Llorente y Guarín (2013) y Velásquez (2013), el fuerte énfasis en el impacto de las políticas locales de “urbanismo social” se queda corto a la hora de explicar el “milagro Medellín”. Los investigadores consideran que esta política hace un claro énfasis en la “cultura ciudadana” como movilizadora de cambios significativos en los índices de violencia. Sin embargo, afirman que “temas como el comportamiento ciudadano, la corresponsabilidad, la confianza, el comportamiento en el espacio público y la coordinación interinstitucional, implican cambios en la manera de hacer las cosas y, en ciertos casos, de ver a la institucionalidad y las relaciones” (Llorente y Guarín 2013, p. 183).

En síntesis, el urbanismo social desarrollado en Medellín entre 2004 y 2016 presenta elogios y críticas constantes, pero sin duda no ha dejado de llamar la atención de los policy makers y los académicos. Las bibliotecas construidas en este periodo se convirtieron en antecedentes de convivencia y en estrategias que otras ciudades desean replicar. Son intervenciones de acupuntura de ciudad que liberan puntos de tensión y combinan apuestas estéticas que potencializan el turismo en la ciudad y la convivencia. A pesar de sus detractores, no es posible desconocer que el urbanismo social es uno de los fenómenos de innovación política más destacados y populares en América Latina.

Algunos académicos como Cerdá et al. (2011) muestran los efectos positivos de dicho proceso. Incluso consideran que la mera construcción del metrocable tuvo repercusión en la disminución del homicidio en el lugar de su construcción. Sin embargo, se podría afirmar que “desde el gobierno local existe una maximización discursiva de este modelo, que ha sido usado como estrategia de marketing de ciudad, como elemento de construcción de una historia compartida y como un fuerte mecanismo de cohesión social”. Su efectividad se ha visto afectada por situaciones como la caída de la Biblioteca España y la pérdida del mobiliario urbano. Entonces, se ensayó un camino que funcionó y que fue replicado por posteriores administraciones sin considerar otras variables y que, en últimas, no denota una apuesta por cambios estructurales.

No hay que olvidar que dicha apuesta de ciudad se pudo materializar por la disponibilidad de recursos económicos que aportó Empresas Públicas de Medellín, y por la coadyuvancia con los gremios económicos de la región que han establecido un modelo de gobernanza público-privada.

El rol de las organizaciones sociales

Las organizaciones de base en Medellín se han constituido como una fuerza social sin precedentes en el caso colombiano. Sus ofertas sociales, deportivas, artísticas y culturales se han convertido en un mecanismo para contener el engrosamiento de las filas de los actores criminales.

En los años noventa dichas organizaciones fueron claves en los famosos encuentros y reuniones intersectoriales. Uno de los encuentros más emblemáticos se constituyó en 1992, tras la masacre de Villatina: el asesinato de ocho jóvenes a manos de policías vestidos de civil. Allí se promovió una discusión sobre el derecho a la vida y se estableció la meta de trabajar por una cultura en esta dirección, lo que condujo a la formalización de la Mesa de Trabajo por la Vida, a la que asistirían representantes de todos los sectores sociales, políticos y comunitarios (Hurtado, 1996, citado en CNMH, 2017). De igual modo, de este ejercicio surgieron las llamadas fiestas por la vida, en las que, además, se realizaron foros sobre el derecho a la vida, talleres, un plebiscito en la comuna 11, cabildos comunitarios por la paz y la convivencia, jornadas de ayuno, eucaristías y encuentros artísticos (Hurtado, 1996, citado en CNMH, 2017).

Es destacable también la Red Juvenil creada en 1990. Un movimiento que reunió diversas organizaciones juveniles de la ciudad para modificar el estigma de jóvenes peligrosos que recaía sobre ellos en la época. La no violencia sería su bandera (Restrepo Parra, 2007, citado en CNMH, 2017).

Las organizaciones sociales de jóvenes por medio de variadas manifestaciones culturales retaron al miedo e hicieron uso del espacio público. Con su apuesta mediada por “lo comunitario y la identidad barrial, lograron hacerle frente a la violencia e intentaron crear otros espacios y relaciones que permitieran devolver la alegría y la vida a sus territorios” (CNMH, 2017, p. 353). De igual manera, es de resaltar el trabajo de diversas organizaciones sociales como Convivamos, la Corporación Cultura de Nuestra Gente, Corporación Casa Mía, Corporación para el Desarrollo Picacho con Futuro, Casa Kolacho, entre otras, con ofertas de diferente orden y que promueven una cultura de paz. Es evidente que en Medellín se gesta desde entonces un verdadero laboratorio social que influye significativamente en la transformación de la ciudad y en la prevención de la violencia homicida, aun cuando las organizaciones criminales también hayan tenido protagonismo.

Línea tres: pactos con bandas y control criminal del territorio

Finalmente, los pactos entre la criminalidad y el orden político también se constituyen como factores explicativos de la reducción de los homicidios en Medellín (Abello-Colak y Guarneros-Meza, 2014). En palabras de Vélez (2001), estos procesos de mediación y la firma de pactos con grupos armados constituyeron una auténtica “negociación del desorden” que mantuvo la precariedad del Estado local. En diversos periodos históricos y con distintas escalas de intensidad, la ciudad experimentó al menos tres momentos que, sin embargo, no fueron antagónicos.

El primero de ellos, que podríamos denominar “Estado paralelo”, se caracterizó por la “pacificación” impuesta por el jefe paramilitar alias ‘Don Berna’, quien, de acuerdo con algunas interpretaciones, propuso un gobierno alternativo desde la ilegalidad (Leibler, 2017; Angarita, 2010). Las medidas de control dispuestas explicarían la importante reducción en la tasa de homicidios (particularmente entre 2004 y 2007) registrada en la ciudad, así como un aparente dominio sobre distintas organizaciones violentas de Medellín que buscaban “la extracción de rentas ilícitas por medio del control social” (Arratia, 2017, p. 76). Del mismo modo, bajo el liderazgo de ‘Don Berna’, se establecieron las condiciones para la desmovilización de los bloques Cacique Nutibara y Héroes de Granada de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) (Arratia, 2017).

El segundo momento podría reconocerse en la “absorción” o “mímesis” de las estructuras paramilitares (luego de su desmovilización en 2002) en la delincuencia común de Medellín. Desde esta perspectiva, “el uso de bandas criminales ayudaba a ocultar la presencia militar continuada en la ciudad. De esa manera, las acciones paramilitares podían desecharse más fácilmente como actos de delincuentes comunes” (Amnistía Internacional, 2005, p. 33). Siguiendo esta línea, la influencia de los grupos paramilitares continuó una vez se produjo su desmovilización y hay quienes incluso cuestionan su efectividad (Human Rights Watch, 2010).

Finalmente, una tercera circunstancia conocida mediáticamente como el “pacto del fusil” propone una reducción de la violencia con base en los acuerdos establecidos entre distintos grupos armados en la ciudad (Soto, 2020; Doyle, 2019). Desde esta perspectiva, en aras de evitar un enfrentamiento directo y desgastante, los grupos criminales (varios de ellos reductos del paramilitarismo) decidieron establecer un “acuerdo de no agresión” para continuar con sus actividades delictivas y así evitar la persecución policial (Bedoya, 2017). El resultado del contubernio fue la evidente disminución de los homicidios, aunque propuso una paz territorial controlada y ficticia, pues los enfrentamientos han permanecido desde el 2013 con distintas intensidades (González, 2019).

Para la investigadora Caroline Doyle (2019), las bandas presentes en la ciudad decidieron optar por los homicidios como móvil para garantizar el control territorial y poder involucrarse en actividades criminales en circunstancias en las cuales existieran vacíos de poder. Estos podrían darse tanto por la incapacidad estatal para hacer presencia en los barrios como por la desaparición de importantes líderes criminales como alias ‘Don Berna’.

En igual sentido, Lamb (2010) explica que la violencia disminuye cuando el control territorial (ejercido por actores legales o ilegales) se encuentra garantizado. Sin embargo, el punto determinante en las variaciones en las tasas de homicidios radica en la legitimidad de los actores que controlan el territorio. Esto implica que la reducción de la violencia se genera en contextos donde un líder es capaz de mantener el orden social establecido. En contraste, la violencia aumentará en la medida en que los gobernantes no sean capaces de mantener dicho control y, por el contrario, atraigan una oposición violenta.

La legitimidad, explica Lamb, ha disminuido los costos del control territorial para los actores ilegales, quienes logran aumentarla al ganar el apoyo de los residentes de los barrios donde operan. Proporcionalmente, la ilegitimidad aumenta los costos del control, derivando en estrategias violentas para garantizar el statu quo en el territorio (Lamb, 2010). Ahora bien, desde una perspectiva estatal, los pactos del gobierno local con la criminalidad implican que se debilite profundamente la legitimidad del Estado en los territorios, pues resultan siendo los integrantes de las bandas los encargados de ejercer el rol de solucionar problemas de seguridad y convivencia; lo cual suele contar con bastante apoyo entre la comunidad, ya que sus respuestas pueden ser mucho más rápidas y “efectivas” que las del gobierno (Beltrán, 2014).

Si bien en Medellín se lograron significativas transformaciones urbanas, se omiten las asociaciones de seguridad sobre las que se han construido. Lo cual implica que el gobierno local fuera connivente con las acciones de las organizaciones criminales, por cuanto se permitió que de manera local fuera puesto en cuestión el imperio del uso legítimo de las armas, que se supone propio del Estado. En pocas palabras, una negociación entre el gobierno regional y las bandas, que pretendió ser clandestina y secreta, en realidad permitió que el crimen se haya enquistado aún más en las lógicas urbanas.

Esto último es profundamente problemático, dado que deslegitima al Estado en el territorio. De lo propio, hoy día aún se evidencian vestigios en los barrios menos favorecidos de Medellín, donde los combos (como facción mínima de las organizaciones criminales) aún ejercen roles que se suponen propios del Estado, se extralimitan de su rol criminal y llegan incluso a controlar ciertos mercados de bienes. De manera ilustrativa, actualmente algunos combos en algunos barrios de Medellín monopolizan la marca de arepas que se vende en las tiendas locales (Medellín Cómo Vamos, 2018).

Además, la promocionada reducción en la tasa de homicidios no prueba, por sí sola, la disminución en la delincuencia, mejora de la vigilancia policial o aumento en el enjuiciamiento de las actividades criminales (Humphrey y Valverde, 2017). De hecho, el crimen organizado se ha propuesto evitar el asesinato por los costos que implica la persecución policial subsecuente (Bedoya, 2017); es decir que la criminalidad no ha cedido (Rozema, 2007), aunque se haya reducido sustancialmente la tasa de homicidios. De hecho, desde la perspectiva del aprendizaje criminal acuñada por Beltrán (2014), los integrantes de las organizaciones criminales de Medellín mutaron a unas lógicas que les restan visibilidad ante la tasa de homicidios, y les suma movilidad hacia otros aspectos delincuenciales bastante más complicados de cuantificar.

No existe ningún índice o tasa que pueda medir estas lógicas criminales, y los análisis al respecto se limitan al método cualitativo. Por tanto, no se puede cuantificar cuán enquistadas se encuentran las prácticas criminales en la sociedad medellinense. Esto es profundamente desafiante de cara a las políticas públicas que pretendan enfrentar esta problemática. Así las cosas, más allá de la explicación retrospectiva de este tipo de pactos, la única lección que queda al respecto es la de no repetición.

Discusión

El proceso por el cual Medellín redujo significativamente su tasa de homicidios es fuente de diversas explicaciones causales y permanente debate entre perspectivas. Cada una de ellas cuenta con medios que demuestran su incidencia en la transformación de la ciudad y, aunque algunos investigadores afirman la excepcionalidad de la una o la otra, en realidad las hipótesis no son necesariamente excluyentes entre sí. Lo ocurrido en Medellín parece sugerir que las estrategias complementarias lideradas por actores legales que confluyen en territorios conflictivos fortalecen la respuesta conjunta a la violencia y favorecen su disminución. Ahora bien, lejos de ser deseable, la experiencia de la ciudad indicaría que, en contextos altamente permeados por el accionar de organizaciones criminales, la generación de acuerdos con y entre dichos grupos incide en la reducción de la violencia.

Es evidente –más allá de la especificidad de la causa o del peso que tengan unas perspectivas sobre las otras– que sí hubo un esquema y que este dio resultado. Dicho esquema parte de la base del reconocimiento de que, si bien el Estado cuenta con el mandato de seguridad, el historial de conflicto y de influencia criminal sobre las dinámicas locales mina la legitimidad institucional. Allí, el surgimiento de organizaciones de base comunitaria con ofertas de servicios sociales para la ciudadanía complementa las estrategias de seguridad y desarrollo ciudadano que, en conjunto, inciden en la reducción de los índices de violencia. En este campo, queda abierta la discusión para analizar la repercusión que tienen los actores sociales organizados y la confluencia en proyectos de urbanismo social participativo que pueden redundar en la inclusión y disminución de conflictividades.

Sin embargo, esta perspectiva debe ser matizada con el fin de observar un panorama completo. Como se mencionó en el presente estudio, la tasa de homicidios tuvo una importante reducción en dos de las ciudades con mayores índices de violencia durante la década del 2000, Cali y Bogotá, con lo cual, el “milagro Medellín” debe ser pensado en clave de un fenómeno nacional. Dicho de otro modo, la política de Estado pudo tener un rol esencial dentro de la disminución de la violencia, particularmente con las políticas de seguridad desarrolladas durante los años noventa. Ahora, este estudio podría abrir un espectro de análisis comparativo entre Cali, Bogotá y Medellín durante esta época para evaluar y dimensionar la especificidad de los fenómenos. Por lo pronto, el caso de Medellín muestra una combinación de factores que pasan por la incidencia del Estado, de los proyectos de urbanismo social y la correspondiente participación de actores sociales, así como de un posible arreglo entre bandas criminales.

Así las cosas, y con el propósito de diseñar un modelo a partir de las lecciones causales que se estudiaron en este documento, el modelo Medellín llamaría al trabajo conjunto entre el aparato institucional, la sociedad civil y el sector empresarial con mirada desde las dinámicas territoriales. De igual manera, el modelo rechazaría la connivencia con la criminalidad y se concentraría en el fortalecimiento de estrategias sociales y urbanas como fueron promovidas en distintas alcaldías. Con todo, para que esto sea posible, es necesario insistir sobre la cooperación intencionada entre quienes desean hacer frente al crimen como objetivo común. El modelo puede arrojar algunas luces sobre la manera de entender la criminalidad y sus lógicas particulares durante un período específico; el debate está puesto, no obstante, en si es posible su reproducción en otras latitudes sociales y geográficas.

Conflicto de interés

No se presentó conflicto de interés entre los autores de la presente investigación académica. Declaramos que no tenemos ninguna relación financiera o personal que pudiera influir en la interpretación y publicación de los resultados obtenidos. Asimismo, aseguramos cumplir con las normas éticas y de integridad científica en todo momento, de acuerdo con las directrices establecidas por la comunidad académica y las dictaminadas por la presente revista.

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1Tras dicho acuerdo de negociación surgió, por ejemplo, un frente de seguridad compuesto por desmovilizados que recibió el nombre de Coosercom (Cooperativa de Seguridad y Servicio a la Comunidad). Dicha fuerza parapolicial, “aunque reconocida legalmente, operó desde 1994-1996 y verdaderamente no contribuyó a la disminución de los homicidios, en cambio permitió la reproducción y diversificación de grupos de justicia privada” (Giraldo y Preciado, 2015, p. 4).